sábado, 7 de agosto de 2010

La testarudez de la mente y la resistencia al cambio

Fuente : http://www.mentat.com.ar/testarudez-de-la-mente.htm

La mente humana es perezosa. Se auto perpetúa a si misma, es llevada de su parecer y con una alta propensión al auto-engaño. En cierto sentido, creamos el mundo y nos encerramos en él. Vivimos enfrascados en un diálogo interior interminable donde la realidad externa no siempre tiene entrada. Buda decía que la mente es como un chimpancé hambriento en una selva repleta de reflejos condicionados. Tu mente, al igual que la mía, es hiperactiva, inquieta, astuta, contradictoria. La mente no es un sistema de procesamiento de la información amigable, predecible y fácilmente controlable, como ocurre con muchos computadores; nuestro aparato psicológico tiene intencionalidad, motivos, emoción y expectativas de todo tipo. La mente es egocéntrica, busca sobrevivir a cualquier costo, incluso si el precio es mantenerse en la más absurda irracionalidad.

Carlos, un joven de 17 años, cree que su cara se parece a una vejiga porque, según él, el cuello es demasiado ancho respecto de la cabeza. Carlos no está loco ni sufre de daño neurológico alguno, sin embargo, se detesta y se ve monstruoso cada vez que mira su imagen en el espejo. Cuando se le midió la proporción cabeza-cuello para "demostrarle" que estaba dentro de los parámetros normales, rechazó enfáticamente el procedimiento. Dijo que las estadísticas estaban equivocadas y que el terapeuta pretendía engañarlo para evitarle el sufrimiento. Carlos padece un trastorno dismórfico corporal, cuya característica es una distorsión de la auto imagen expresada como: "Preocupación por algún defecto imaginado o exagerado del aspecto físico". De más está decir que Carlos no tiene ningún defecto físico.

En estos casos, el error en la percepción de la imagen corporal es evidente para todos, menos para quien padece el trastorno, que se empeña en defender su punto de vista aun a sabiendas de que tal creencia le está destruyendo la vida.

La pregunta que surge es obvia: ¿Por qué en determinadas situaciones continuamos defendiendo actitudes negativas y autodestructivas a pesar de la evidencia en contra? ¿Por qué permanecemos atados a la irracionalidad pudiendo salimos de ella? Anthony de Mello decía que los humanos actuamos como si viviéramos en una piscina llena de mierda hasta el cuello y nuestra preocupación principal se redujera a que nadie levantara olas. Nos resignamos a vivir así, limitados, atrapados, infelices y relativamente satisfechos, porque al menos mantenemos los excrementos en un nivel aceptable. Conformismo puro. La revolución psicológica verdadera sería salirnos de la piscina, pero algo nos lo impide, como si estuviéramos anclados en un banco de arena movediza que nos chupa lentamente. El pensamiento que nos prohíbe ser atrevidos y explorar el mundo con libertad está enquistado en nuestra base de datos: "Más vale malo conocido que bueno por conocer". La piscina.

La mayoría de las personas mostramos una alta resistencia al cambio. Preferimos lo conocido a lo desconocido, puesto que lo nuevo suele generar incomodidad y estrés. Cambiar implica pasar de un estado a otro, lo cual hace que inevitablemente el sistema se desorganice para volver a organizarse luego asumiendo otra estructura. Todo cambio es incómodo, como cuando queremos reemplazar unos zapatos viejos por unos nuevos. Teilhard de Chardin consideraba que todo crecimiento está vinculado a un grado de sufrimiento. El cambio requiere que desechemos durante un tiempo las señales de seguridad de los antiguos esquemas que nos han acompañado durante años, para adoptar otros comportamientos con los que no estamos tan familiarizados ni nos generan tanta confianza. Crecer duele y asusta.

La novedad produce dos emociones encontradas: miedo y curiosidad. Mientras el miedo a lo desconocido actúa como un freno, la curiosidad obra como un incentivo (a veces irrefrenable) que nos lleva a explorar el mundo y a asombrarnos.

Aceptar la posibilidad de renovarse implica que la curiosidad como fuerza positiva se imponga a la parálisis que genera el temor. Abandonar las viejas costumbres y permitirse la revisión de las creencias que nos han gobernado durante años requiere de valentía.

Ahora bien, podemos llevar a cabo la ruptura con lo que nos ata de dos maneras: (a) lentamente, en el sentido de desapegarse, despegarse, o (b) de manera rápida, lo cual implica "acepto lo peor que podría ocurrir" de una vez por todas, en el sentido de soltarse, saltar al vacío, jugársela sin anestesia.

Las teorías o las creencias que hemos elaborado durante toda la vida sobre nosotros mismos, el mundo y el futuro se adhieren a nuestra psiquis, se mimetizan con todo el trasfondo informacional y las convertimos en verdades absolutas. Les hacemos demasiado caso a las creencias que nos han inculcado de pequeños. Si toda la vida te han dicho que eres un inútil, es probable que tu mente se crea el cuento y organice una base de datos sólida alrededor de la incompetencia percibida. Entonces, decir: "Soy inútil" es mucho más que una opinión, es una revelación convertida en dogma de fe. El slogan educativo con los años se convierte en un mandato difícil de ignorar:"Si mis padres y amigos me lo dicen, por algo es". Así nace el paradigma, es decir, la certeza incontrovertible de que soy como me han dicho que soy.

Desde pequeña, Clara siempre había sido considerada la "menos capaz de la familia", tanto por sus hermanas como por sus padres y maestros. La mujer no había sido disciplinada, estudiosa y acatada como esperan la mayoría de los centros educativos, sino más bien hiperactiva e impulsiva. A sus treinta años, se mostraba distraída, rebelde y poco convencional. Su espíritu creativo e inquieto la había llevado a estudiar artes plásticas y danza, mientras sus dos hermanas habían preferido carreras más tradicionales. Para orgullo de su padre, un empresario exitoso y de gran reconocimiento social, la hermana menor había estudiado ingeniera de sistemas y la mayor había obtenido una maestría en administración de negocios.

Clara no era precisamente una oveja negra, pero sí parecía de otra familia. Se vestía de manera extravagante, le gustaba la Nueva Era, leía poesía, no se había casado y tenía actividades que su núcleo familiar consideraba como "poco normales".

En cierta ocasión participó en una manifestación a favor del matrimonio entre homosexuales, lo que llevó a su madre a pensar que necesitaba ayuda psicológica y le consiguió una cita con un psiquiatra que además era cura.

Clara incorporó desde su temprana infancia mensajes negativos relacionados con su desempeño y desarrolló un esquema de incapacidad con el cual luchaba de tanto en tanto sin mucho éxito. En cierta ocasión el padre de Clara me manifestó su preocupación ante la posibilidad de que ella sufriera de ciertas limitaciones intelectuales.

Si el esquema de inseguridad permanecía desactivado, se aceptaba a sí misma de manera incondicional, era alegre y derrochaba sentido del humor. Pero si el esquema negativo se activaba (por ejemplo, si fracasaba en algún proyecto o si alguien la comparaba con su hermanas o si su padre la ignoraba) dejaba de ser la mujer feliz y chispeante para convertirse en una persona insegura, retraída e irritable. Cuando la idea de incapacidad se imponía, no había razones ni argumentos que la pudieran hacer cambiar de opinión. En esos momentos "oscuros", como ella los llamaba, dudaba de todo y pensaba que su vida no tenía sentido, buscaba desesperadamente la aprobación de su padre y odiaba a sus hermanas.

Un día cualquiera un acontecimiento inesperado modificó la relativa calma familiar: le diagnosticaron cáncer de próstata al padre de Clara. Su madre y las dos hermanas se derrumbaron. La ingeniería de sistemas y los negocios internacionales no podían hacer mucho para ayudar al pobre hombre. Contra todo pronóstico, fue Clara quien le puso el pecho a la adversidad y lideró la cuestión.

Durante el año y medio que duró el tratamiento, la "hija limitada" se convirtió en el principal soporte afectivo de la familia. Les enseño a meditar, impuso la sana costumbre de expresar emociones y defendió el derecho del enfermo a saber la verdad. Se entendió con los médicos y con la depresión de su padre, estudió el tema del cáncer a profundidad y "gerenció" todo el proceso de cura. En fin, Clara mostró que tenía el don de una "fortaleza amable" y una excelente aptitud para enfrentar las situaciones difíciles, una cualidad que había pasado desapercibida para todos, incluso ella misma. Lo más interesante es que por primera vez actuó sin buscar la aprobación de nadie. Su argumento era concluyente: "Me nace".

Las situaciones límite siempre nos confrontan y si somos capaces de aprovecharlas, podemos revisar nuestra mente a fondo. Las situaciones límite pueden hundirte o sacarte a flote, conformar un síndrome de estrés postraumático o formatear el disco duro. Las creencias más profundas se tambalean cuando nuestras señales de seguridad desaparecen, y allí el cambio es inevitable.

Después de la dolorosa experiencia, el esquema de ineficacia de Clara perdió fuerza. De manera similar, el estereotipo familiar de creerla "muy rara" desapareció y fue reemplazado por una actitud más positiva y respetuosa frente a ella. Pese a las mejorías, Clara pidió ayuda profesional y su auto eficacia subió como espuma. La terapia logró instalar un nuevo esquema adaptativo: "Soy capaz, el mundo no es tan crítico como pensaba, y si lo fuera ya no me importa. Mi futuro está en mis manos, en buenas manos".
La conclusión parece obvia: nos convencemos de lo que somos, asumimos el papel que el medio nos asigna como si fuéramos ratones de laboratorio.

Pero cabe la pregunta: ¿Y si no hubiera situaciones límite que nos precipiten al cambio? ¿Si nuestra vida se quedara anclada a la rutina y a la resignación de sufrir por sufrir? Sencillo y complejo a la vez: debemos crear nosotros mismos las condiciones límite. Hay que crear la capacidad de pensarse y repensarse a la luz de nuevas ideas. Los procedimientos psicológicos más eficientes para que el cambio se genere consisten en llevar al paciente de manera adecuada y responsable, a enfrentar lo temido, lo desconocido o lo inseguro. Es allí, durante la exposición en vivo y en directo, que la realidad se encarga de actualizar nuestro software, de curarnos, de ponernos en el camino de la racionalidad y enderezar la distorsión.

Una vez las creencias se organizan en la memoria, las defendemos a muerte, no importa cuál sea su contenido. Quizás ésta sea la base de la irracionalidad humana. Dicho de otra forma: una vez instaladas las creencias, defendemos por igual las saludables y las no saludables, las racionales y las irracionales, las correctas y las erróneas, aun cuando nuestro lado consciente piense lo contrario.

¿Por qué no somos capaces de descartar lo inútil, lo absurdo o lo peligroso de una vez? Siguiendo a Krishnamurti, si vemos un precipicio no necesitamos hacer cursos de Precipicio I, Precipicio II y Precipicio III para concientizarnos del riesgo. El hecho se impone, la percepción directa es suficiente: vemos el peligro y no dudamos en retirarnos, "entendimos", y punto. ¿Por qué entonces en la vida cotidiana caemos tantas veces por el precipicio? ¿Por qué repetimos los mismos errores? ¿Por qué nos cuesta tanto asumir una actitud racional frente a los problemas? ¿Somos masoquistas, ignorantes o testarudos?

Recuerdo a un señor que temía tragarse la lengua. Dormía sentado, sólo se alimentaba de líquidos y apenas lograba comunicarse con los demás, pues trataba de mantener la lengua quieta (¡el órgano más móvil de nuestro cuerpo!). Como tal objetivo era prácticamente imposible de alcanzar, el señor se sentía todo el tiempo al borde de una muerte por asfixia. El pensamiento automático que lo invadía una y otra vez era terrible: "Si me trago la lengua, moriré". Obviamente el temor formaba parte de un síndrome más complejo que no detallaré aquí. Lo que me interesa señalar es que ninguna explicación lógica y racional sobre la imposibilidad de tragarse la lengua funcionó. La única estrategia que mostró resultados positivos fue exponerse a lo temido: "¡Tráguese la lengua, inténtelo, a ver si es capaz!" Después de varios ensayos infructuosos, la retroalimentación fue concluyente: "Sí, usted tenía razón, no puedo", dijo evidentemente aliviado.

¿Qué proceso intervino para que mi paciente finalmente lograra modificar su creencia irracional? La realidad, ella se impuso de manera correctiva, los hechos le mostraron de manera irrefutable lo absurdo de su creencia. Una experiencia vital vale más que mil palabras (o muchas horas de consulta). La información que llega de la experiencia directa es mucho más terapéutica que la teoría, aunque las dos son necesarias. Como veremos en la tercera parte del libro, la primera es la fuente de la sabiduría y la segunda, el fundamento de la erudición. Conozco muchas personas desbordantes de conocimiento científico pero sin sentido común.

El camino es aquietar la mente e inducirla a que se mire a sí misma de manera realista. Una mente madura, equilibrada y que aprenda a perder. Una mente humilde, pero no atontada. Una mente abierta al mundo, vigorosa y con los pies en la tierra.

Walter Riso, Extractado de Pensar bien, sentirse bien
 
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