Estar solos puede ser algo positivo en determinados momentos de la vida. La soledad nos ayuda a encontrar un camino propio, libre de influencias y exigencias externas. Nos permite establecer contacto con nuestra parte más íntima y con esos secretos que nunca le revelamos a nadie. Es buena consejera en el momento de tomar decisiones fundamentales y a menudo es la única oportunidad que tenemos para quitarnos la máscara del rol que cumplimos todos los días. Pero también es muy importante saber volver de la soledad.
Es más que frecuente ver gente solitaria que no eligió ese destino. Podemos pensar que la vida se los impuso o que se sintieron engañados por la gente y entonces se aislaron. Podemos pensar en mil excusas. Pero debemos ser conscientes de la responsabilidad que cada uno de nosotros tiene por la historia personal que lleva a cuestas.
Desde pequeños fuimos educados para rechazar a las personas que no pertenecieran a nuestra familia o a nuestra misma condición social, o que no tuvieran el mismo nivel cultural que nosotros.
Es así como, poco a poco, las oportunidades de ampliar nuestras relaciones fueron reduciéndose cada vez más. Las creencias y las enseñanzas de nuestros mayores hicieron su parte con demasiada eficacia. Aprendimos a temer a los extraños, a no recibir sin dar algo a cambio y a competir por poseer más que los otros, dejándolos parados detrás de la línea del enemigo.
A algunos, además, también nos enseñaron que nadie era lo suficientemente bueno, lindo, inteligente o millonario como para merecer nuestra amistad y cariño. O, por el contrario, que nosotros no éramos lo suficientemente buenos, lindos o… Entonces nadie podía querernos. Con todos estos antecedentes, estar solos se convirtió en una costumbre necesaria, inclusive incuestionable: es así porque debe ser así. Hasta que un buen día (hoy, por ejemplo), decidimos tomar las riendas de nuestra vida. No tenemos necesidad de ningún tipo de aislamiento forzoso. Manos a la obra, el trabajo comenzó.
Las condiciones adversas por las que tanto hemos sufrido, hacen que en nuestra vida se haya formado un círculo vicioso. Como consideramos que no merecemos afecto, declaramos que no lo necesitamos. Así, los posibles amigos o amores nos ven como a una persona inalcanzable, como alguien a quien es imposible acceder.
El primer paso en la tarea de vencer la soledad es bajarnos de ese pedestal auto-impuesto, derribando la muralla que hemos construido a nuestro alrededor. Esta arrogancia tonta que hemos aprendido a dominar tan bien impide que podamos apreciar de verdad el mundo que nos rodea. A veces llegamos a pensar que nos veríamos ridículos si llamáramos por teléfono a un viejo amigo con el pretexto de tomar un café o de ir a ver una película. Y ni pensar en la vergüenza que podemos sentir si tomamos la iniciativa de seducir a alguien que nos atrae.
Cuando éramos bebés recién venidos al mundo, teníamos una conciencia clara de que nos merecíamos comida, limpieza y por sobre todo, amor. Y lo exigíamos. Si algo de esto nos era negado (mamadera, pañal limpio o mimos) nuestros alaridos se escuchaban en todo el vecindario. Al pasar los años, perdimos el recuerdo de estos primeros tiempos. Si no nos daban lo que pedíamos, nos conformábamos con menos.
¿Qué pasó en el camino entre ser una persona perfecta, con conciencia de que se merecíalo mejor y este ser tímido y solitario de la actualidad?
Para descifrarlo, debemos encontrar en lo más profundo de nuestro ser las causas que nos impiden relacionarnos sanamente. Vamos a bucearlo mediante un ejercicio con el que volveremos al pasado para enfrentar el problema desde la raíz, es decir, desde la infancia.
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